"Tal como referimos en el citado libro (López y Costa, 2012), una vez concedida legitimidad social y poder a la invención psicopatológica y a sus equivalencias funcionales, el diagnóstico psicopatológico se convierte en una tesis que no admite dudas ni discrepancias y que se hace inmune a toda posible refutación, pues la única evidencia de la declaración nosológica es ella misma.
Un diagnóstico que crea indefensión
Este poder del diagnóstico coloca a las personas diagnosticadas en una situación de indefensión y de pérdida de poder y de control sobre la propia vida, las convierte en “víctimas” de la supuesta enfermedad, lo cual tiene efectos negativos para la implicación en los procesos de cambio (“me ocurre algo debido a fuerzas ajenas a mí, a la enfermedad que me dicen que padezco”, “qué puedo hacer si soy un esquizofrénico, si soy un bipolar”). Es tan irrefutable el diagnóstico de “enfermedad”, que uno de los “síntomas” de que esta persona la padece es su no aceptación del mismo, su incapacidad para reconocerse y aceptarse como enferma: “estás demasiado enfermo como para darte cuenta de que lo estás”. Si no lo acepta, ello “prueba” que sigue enferma, lo cual invalida su desacuerdo, reafirma el diagnóstico y puede aconsejar intensificar el “tratamiento” que, en su caso, se haya decidido aplicar.
No soy yo, es el desequilibrio de mis neurotransmisores
Si lo que uno hace está “inducido” por la enfermedad que “padece”, entonces queda reducida, anulada o absuelta la responsabilidad. No soy yo, es la enfermedad que obra en mí, es mi desequilibrio dopaminérgico, podría decir la persona diagnosticada. La absolución de responsabilidad puede encubrir la responsabilidad criminal, como se puso de manifiesto históricamente en la polémica “cárcel o manicomio”. Refiere Szasz (2007a) el abuso sexual cometido por un clérigo de Boston sobre más de 100 niños durante tres décadas. En su defensa se adujo la “patología de la enfermedad de la pedofilia” y los “actos enfermos”. Si sus actos y sus impulsos son “irresistibles”, pues son diagnosticados como síntomas causados por la “enfermedad de la pedofilia” que supuestamente le compele a abusar de los niños, quedan absueltos de responsabilidad, ¿cómo poder responsabilizarle e imputarle por ellos?, habrá que “tratarlo” de su enfermedad, aducían los peritos. Una vez más se cumple la tautología: son “irresistibles” porque son “patológicos” y son patológicos porque son irresistibles. Si esos impulsos fueran “normales” serían resistibles, pero como son “anormales” y “patológicos” porque el diagnóstico así lo dictamina, entonces son “irresistibles” y eximen de responsabilidad.
Una colonización patológica de la vida
Poner nombres diagnósticos a determinadas experiencias vitales y a determinados comportamientos, y hacer ver que se están “descubriendo” nuevas entidades patológicas, resulta una conducta fácil de realizar, en la medida en que puede eludir la necesidad de demostrar su correspondencia con los hechos. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, y a lo largo de los siglos XIX y XX, el proceso de patologización, que tantos han denunciado (Moynihan, Heath y Henry 2002; Follette y Houts, 1996; Sazsz, 2007a; Blech, 2005; González y Pérez, 2007), ha ido colonizando sin control casi todas las áreas de la vida, hasta el punto de que ya en tiempos del propio Kräpelin se admitía que “no hay alienista a quien no se haya acusado, ya en serio, ya en broma, de ver locos en todas partes” (Kräpelin, 1988:303).
Esto ha ocasionado además un caos en la nosología psiquiátrica (Szasz, 1968) y una proliferación de categorías taxonómicas, “una arbitrariedad enigmática, y un afán de innovación que recuerda el trabajo infructuoso de Sísifo” (Kahlbaum, 1995:38). Pudiera ocurrir que la prevista publicación de la V edición de la clasificación nosológica DSM ampliara todavía más esta fácil patologización de la vida y de los problemas de la vida. Si en este proceso, promovido desde ámbitos profesionales, con el apoyo y la connivencia de empresas farmacéuticas, la población acepta el discurso psicopatológico y se persuade de que los problemas que le afligen son una enfermedad, será más probable que considere irrelevantes los acontecimientos y experiencias vitales que han conducido al problema y que le dan significado, que acepte e incluso reivindique la condición de “enfermo”, y que acepte e incluso reclame la medicación como supuesto “tratamiento”. De hecho, el volumen de psiofármacos prescritos ha aumentado exponencialmente (Sazsz, 2007a; González y Pérez, 2007; Bentall, 2009)
Expulsar demonios, curar enfermedades
Si los problemas psicológicos son declarados una enfermedad, para resolverlos habrá que aplicar una terapéutica capaz de “curar” y expulsar la enfermedad subyacente, al igual que los exorcismos expulsan el demonio del cuerpo en el que se ha metido. Si esta persona está enferma, padece una psicopatología, habrà de ser tratada y curada por su bien, y si es necesario por la fuerza (Szasz, 2007b, Bentall, 2009), incluso en aquellos casos en que ella piense que no lo necesita, que no desee ser tratada o que rechace el tratamiento, a menudo enfrentándose a una cruzada a favor de la “adherencia al tratamiento”. Cuando la intervención coercitiva queda pretendidamente legitimada como “acto terapéutico”, siempre se podrá decir “qué tiene de malo lo que están haciendo, lo están curando”. Y si los tratamientos tienen efectos colaterales claramente dañinos e invalidantes, qué se le va a hacer, son exigencias del “tratamiento”, se dirá.
Desde las sangrías mediante sanguijuelas en la yugular contra la manía, hasta los más modernos psicofármacos, pasando por el coma insulínico, por la cirugía que secciona fibras nerviosas (lobulotomía), o por las descargas eléctricas en el cerebro (electrochoque, eufemísticamentedenominado hoy terapia electroconvulsiva) con las consiguientes convulsiones y daño cerebral a menudo irreversible que ocasiona, han sido diversas la intervenciones consideradas como “terapias” y “curaciones” de los problemas que afligen a las personas. Pero, si el modelo psicopatológico es una quimera y el diagnóstico es una logomaquia, la supuesta “curación” no podía ser más que una quimera también, un simulacro de curación."